30 mayo 2014

El crío de los Solís

Me llamo Guille. Guillermo Solís Gil. Tengo casi siete años. Mi mamá dice que los cumpliré cuando empiece segundo pero que, para eso, antes tienen que acabar las vacaciones. He sacado muy buenas notas pero papá dice que podían ser mejores. Mamá siempre repite que soy como un rabo de lagartija y que la vuelvo loca, yo le pongo caras feas y ella se ríe. Es muy pesada porque cuando no me ve, me llama a gritos para saber qué estoy haciendo.
Creo que he sido malo porque mamá  ya no se ríe, le pongo caras feas pero ni siquiera me mira. Algunas veces me llama, dice mi nombre, pero lo hace bajito. Desde que no está papá se encierra en su habitación y llora. Sé que me he portado mal porque mi papá se marchó un día sin despedirse y nunca más ha venido a verme. A veces me pongo pelmazo y le digo a mamá que vayamos al parque a jugar en los columpios pero ella nunca quiere, no me hace caso.
Hace un tiempo que me escapo y me voy yo solo a columpiar. Ya no hay niños. Algunos días vienen unos mayores que son tontos, tienen todo para ellos pero siempre tienen que venir a jugar donde estoy yo. Hoy unas señoras se han quedado mirando cómo jugaba desde fuera. Me he acercado a ellas y he oído que contaban que desde hace tiempo nadie pisa el parque, solo los científicos que investigan el extraño fenómeno. Que ellos dicen que se trata de cosas magnéticas pero que, aquí en el barrio, todos saben que ese balanceo misterioso empezó poco después de que el crío de los Solís saliera despedido del columpio y se abriera el cráneo con la maldita fuente de hierro.




21 mayo 2014

De cartón piedra

Sucedió como cuando contemplas unos impresionantes decorados de cine. Son tan fabulosos y atrayentes que quedas fascinado al instante. Efecto que permanece mientras te mantienes a cierta distancia. Todo cambia cuando te acercas lo suficiente y empiezas a fijarte en pequeños defectos como desconchones o grietas. Y eres plenamente consciente del fraude cuando traspasas la falsa fachada y descubres un páramo desértico e inmundo.
Admito que sus estudiadas palabras me deslumbraron. No fue hasta que se desprendió del disfraz y la máscara cuando la gran farsa me sacudió obligándome a abrir los ojos, revelándome un amor estéril de cartón piedra.

15 mayo 2014

El soñador de la Modelo

Es un hombre afable y de buen carácter. Solo hay una cosa que le saca de sus casillas, y es que le arrebaten de sus sueños de forma abrupta. Y aquí, en la Modelo, todos reconocemos al instante cuándo ha tenido uno. Por eso, si le vemos aparecer con la mirada perdida y cuajada de esperanza, sabemos que debemos dejarle seguir soñando hasta que regrese paulatinamente y sin prisa a la realidad.
Realiza sus tareas como un autómata hasta que llega la hora del patio. Sale sereno, cierra sus octogenarios ojos, levanta la cabeza y saluda al sol. Despacio, se dirige hasta la bancada de piedra y allí, tumbado boca arriba, rememora. En este sueño, como en todos los demás, él no es él, vive la vida de otra persona, una vida ajena.
Aquella mañana, mientras sueña, un rumor se propaga vertiginoso llegando a todos los rincones. A Pere Barrat, conocido como Perico el de los barrotes, le dejan en libertad.
La algarabía es mayúscula. Los novatos no entienden nada. No entienden que ante aquella gran noticia los más veteranos se muestren tan hostiles con los funcionarios, abucheando, silbando y pateando. 

Y es que los novatos no saben que existe una leyenda que asegura que antes de que se levantaran los muros de aquella prisión, Perico ya vivía en ella. Que a Perico la suerte, la buena, le dio la espalda incluso antes de nacer y tuvo que ingeniárselas desde chiquillo. Que en el exterior, dejará de soñar con otras vidas dichosas para tener pesadillas con la suya propia. Que, justamente por ser una gran persona, no merece que le dejen libre y  desamparado. Y es que los novatos no saben que, Perico el de los barrotes, se ha ganado el derecho a vivir y morir en su único hogar.


07 mayo 2014

Alas y quebrantos

La mala suerte se cebó con nosotros. Los primeros años nos sacudió con toda su virulencia y conforme avanzaba el tiempo, nos fue cubriendo y meciendo sigilosa con su abrazo espeso y letal. Lo que empezó como un inocente juego, se convirtió en un turbio modo de vida que, a algunos, nos superó.
Un brutal e inesperado accidente de coche arrancó de cuajo las jóvenes ilusiones de nuestro guitarra y amigo de la infancia, Canito. Pese a la fatalidad y al dolor, buscamos un nuevo integrante y nos mantuvimos firmes con la mirada puesta en nuestro sueño común.
Estrenamos década, la de los ochenta, con ánimos renovados. Conseguimos grabar nuestro primer disco en uno de los mejores estudios de grabación de la ciudad. Como portada, una fotografía en blanco y negro de los cuatro vestidos con americana y corbata pero con aire informal. ¡Dios, cómo nos reímos en aquella sesión de fotos! Aunque es verdad que el resultado final, con aquellas caras tan serias, pareciera sugerir lo contrario.
El éxito fue fulminante. Sin apenas promoción, nos llovían los contratos. Nuestra nueva y seductora vida se limitaba a montar, probar, tocar y desmontar cada día en un lugar distinto y, por lo general, distante. Vivíamos en la carretera la mayor parte del tiempo. Fue esa misma carretera la que pocos años después nos volvió a arrebatar a uno de los nuestros.
Pero aquellos años de gloria entornaron una puerta a un oscuro abismo que yo traspasé. Alguien me dijo en una ocasión que a los ángeles encarnados termina destruyéndoles su propia sensibilidad. Enraizado en mi fragilidad, sucumbí ante falsos cantos de sirena que me malearon debilitando mis alas hasta que una negra noche, en un negro portal de un negro callejón, un último caballo plateado trotó desbocado por mis venas, quebrándolas.


01 mayo 2014

La cita de primavera

Todos permanecían sentados en las blancas sillas de resina colocadas a propósito frente a una gran mesa presidencial. Decir todos no es más que una manera de hablar, porque de los ciento cuarenta y seis, solo veintiocho hicieron acto de presencia. Dos horas largas de discusiones, gritos y alguna que otra amenaza velada terminaron, una vez más, en un silencio sepulcral.
Aquel era el momento más crítico de la congregación. Se precisaba un voluntario y, como cada primavera, dicho cometido se convertía en el asunto más farragoso que solventar. Nadie estaba dispuesto a enfrentarse a semejante misión y, menos aún, de manera voluntaria. El espectáculo era incluso cómico. La mayoría de los presentes miraban al suelo, otros esquivaban las miradas suplicantes que se lanzaban desde la mesa presidencial y, los menos, animaban guasones a otros a presentarse.
Había una manera de salir de aquel atolladero. Mediante un sorteo. Se escribirían los nombres de cada uno en pequeños trozos de papel, se removerían bien dentro de una bolsa y una mano inocente sacaría uno de ellos. La drástica solución no gustó a nadie. Aquello era a todas luces injusto. ¿Por qué no hacerlo con los nombres de los ciento cuarenta y seis y no solo de los veintiocho presentes?
Los ánimos se volvieron a caldear y las desavenencias y rencillas salieron de nuevo a relucir. La atmósfera se volvió irrespirable y la oscuridad que hacía ya rato reinaba en el exterior parecía querer instalarse en aquel lugar para quedarse.
Súbitamente se escuchó un tímido pero audible “¡De acuerdo, lo haré yo!”. Todos callaron al unísono. Sabían que aquella era una reacción desesperada ante tanta locura. Pero aquel insensato ya estaba atrapado y por fin, la junta terminaba exitosa con un nuevo presidente de la comunidad de vecinos hasta la próxima primavera.