27 febrero 2014

La última batalla

Había pasado los últimos días arreglando papeles y estaba agotada. Lo primero que hizo nada más llegar a su apartamento fue abrir el grifo y llenar la bañera. Se desprendió de los zapatos con un leve suspiro de alivio, se despojó de la ropa y observó impasible su desnudez en el espejo. Todo el mundo decía que tenía un bonito cuerpo, pero a ella jamás le gustó. Le desagradaba tanto el envoltorio como el contenido. Nunca se enfrentaba a su imagen, pero esta vez fue diferente. No solo aguantó la mirada sobre su figura, sino que se recreó en ella. Por primera vez, calibró su cuerpo como si fuera el de una extraña y le gustó lo que vio. “¡Hay que fastidiarse!”, pensó.
Planeó llevar al baño un benjamín de cava, pero al final optó por un par de latas de cerveza. Lo importante ya estaba decidido. La elección de “The Myths and Legends of King Arthur and the Knights of the Round Table”, de Rick Wakeman, no sería la música más adecuada para muchos, pero a ella no se le ocurría una obra mejor. La historia y la leyenda en pugna. Era un vestigio más de lo engañosa que podía llegar a ser la realidad en la que nos movemos.
Comprobó la temperatura del agua. Estaba casi abrasando, como a ella le gustaba. Encendió el cigarrillo que pidió al conserje al llegar y se sumergió despacio en la bañera. Cuando comenzó a sonar “The last battle”, ya se había bebido las cervezas acompañadas de un puñado de ibuprofenos. Ese era el momento esperado y lo hizo sin más. La melancolía que corría por sus venas desde que naciera se diluía junto a su sangre en el agua ya tibia.
…Paz por siempre. Lejos están los días de los caballeros.

18 febrero 2014

Consecuencias imprevistas

Reloj no marques las horas
porque voy a enloquecer
ella se irá para siempre…”
Por séptima vez consecutiva, Daniel deja caer la aguja sobre el mismo surco del viejo vinilo. La voz de Roberto Cantoral ocupa todo el espacio y aploma aún más su culpa. Recuerda bien la última vez que Lucía puso esa canción. Fuera de sí le dijo que ahí solo se escuchaba música decente como AC/DC, Purple o Zeppelin. Que la próxima vez que oyese a Cantoral, Luis Mariano o Jorge Negrete, arrasaría con toda esa basura. Y ahora no puede, no quiere dejar de escuchar esa canción.
Con los ojos cubiertos de lágrimas, desmenuza las últimas horas desde que llegara a casa y con gesto grave le anunciara a Lucía que ya no podían seguir así, que esa relación ya no tenía futuro. Solo él, en su calidad de capullo, sabía que no era más que una vuelta de tuerca más. Por nada del mundo la dejaría, pero era de los que pensaba que de vez en cuando había que tensar la cuerda para que su chica no perdiera el interés por él.
Lucía no dijo nada, le miró con una extraña expresión en los ojos, se vistió y salió de casa. Parecía aturdida. Satisfecho, sonrió, se metió en la ducha y, al salir, puso el “Highway to Hell” de AC/DC a todo volumen. Lo pinchó una segunda vez. Absorto en su complacencia miró la hora en su móvil. Pronto estaría de vuelta. Fue entonces cuando vio los mensajes, los tres de su cuñado Luis. “Dani, llámame por favor”; “Han atropellado a Lucía, está grave en el hospital”; “¿Dónde coño te metes, tío? Lucía ha muerto. Volveré a llamar”.
Y ahí seguía, deshecho y bloqueado, a la espera de una llamada. Volvió a mirar su reloj.

12 febrero 2014

Amor condicional

Con una mirada derriba las barricadas que construyo para poder conquistarme y consigue que me abandone al cobijo de su cuerpo, temblando de frío al notar su calor, estrechándole fuertemente como un amante inseguro que teme no gozar de un nuevo encuentro.

Me mira a los ojos y me llena de sonrisas; tan cálidas y sinceras que me producen vértigo, pero sonrío exultante junto a él. Me mira a los ojos y me llena de besos; sus labios húmedos me recorren ávidos de deseo, anhelantes por no perder ni un centímetro, ni un posible recoveco inexplorado por otros labios. Me mira a los ojos y me llena de caricias; sus manos se deslizan por mi cuerpo apremiante lamiéndome como sábanas de satén, haciéndome gemir de placer. Me mira a los ojos y me llena con total rotundidad, proporcionándome por unos instantes un sabor a dicha que le otorga una tregua en el desierto en el que solo existo yo. Me mira a los ojos y sabe que, cuando deje de hacerlo, regresaré a las trincheras y, una vez más, tendrá que rendir mis defensas.

06 febrero 2014

La trampilla

Todas las mañanas se arrastraba hasta la tienda a la misma hora. Las nueve en punto marcaba el viejo reloj del bisabuelo. Un reloj de pie de carillón de ciento cincuenta años de antigüedad, con su madera ya anciana y ajada pero con su maquinaria en perfecto estado. Siglo y medio dando puntualmente los cuartos, las medias y las horas. Ninguno de sus anteriores propietarios cuidó nunca de su aspecto exterior. Jamás se les ocurrió limpiar ni nutrir su noble madera, ni lustrar sus bellos adornos de bronce. Amable, como todos los días desde hacía ya treinta años, daba cuerda al reloj y recogía el mendrugo de pan y el exiguo pedazo de tocino que el bueno de Fermín, el de los ultramarinos, le dejaba todas las mañanas en el hueco de la pared; una especie de buzón que, antaño, servía como receptáculo para cartas y paquetes.
Treinta años viniendo a diario a la tienda de antigüedades y todavía recordaba como si fuese ayer el primer día que pisó aquel lúgubre lugar. Buscaba un local por la zona para su negocio cuando se encontró un cartel colgado en la puerta con la palabra “Regalado”. Negoció un precio más que bueno por él y dos días después de cerrar el trato recibió una carta en el estrafalario buzón. Desde que leyera aquel maldito trozo de papel no ha podido dejar de temblar ni un solo instante.
El anterior dueño le comunicaba que el escaso precio que había pagado por el local le podría salir muy caro. En el papel le anunciaba que, bajo la trastienda, se hallaba un ser demoníaco. Una aberración fruto de la lujuria. Un bastardo nacido con dos cabezas y cuatro brazos del vientre de su amante. Que, tras arrancar al engendro de los brazos de su madre, le encerró en el sótano para dejarle morir. Pero no murió, algo debió encontrar esa bestia ahí abajo para poder sobrevivir los últimos cinco años.
Amable, escéptico, pero llevado por la curiosidad, entró en la trastienda. A simple vista no se veía nada extraño. Era un lugar sombrío y pequeño, de no más de cinco metros cuadrados. Reparó en un trozo de moqueta gris que había en el suelo, la apartó y, ante sus ojos, hechos ya a la oscuridad, apareció una trampilla. La carta explicaba que el mecanismo de apertura de la trampilla era extremadamente complejo, había sido encargado a un experto cerrajero para que no pudiese abrirse salvo con una llave especial. Esa llave, además, abría una especie de ventanuco o mirilla por donde podría entrar aire fresco e incluso permitía introducir agua y alimentos. Usarla o no, lo dejaba a su criterio.
Despacio, introdujo la extraña llave que halló en el buzón y abrió la pequeña mirilla. Un hedor insoportable se adueñó del recinto y unos gritos lastimeros salieron de las profundidades helándole la sangre.
Hoy lo ha vuelto a intentar, pero una vez más, sin fortuna. El mecanismo de apertura de la mirilla no responde, se ha debido atascar o averiar y no hay manera de abrirla. Se prometió que si tras cuatro días no conseguía abrirla llamaría a un cerrajero. No podía dejar morir de hambre a… eso. Tras un último intento a la desesperada, y sin saber muy bien cómo, consiguió que la cerradura cediera. Abrió la mirilla y, salvo el pestilente hedor, no advirtió nada más. Escuchó muy atento pero de la trampilla no salía ni uno de los sonidos guturales que tantos años llevaba escuchando cuando diariamente abría esa maldita mirilla para lanzarle el mendrugo de pan y el tocino.
Amable se alarmó. Quizá esos días sin alimento hubiesen significado el final para aquel infeliz. Se armó de valor y, con una linterna en la mano, abrió la trampilla por primera vez desde que supiera de su existencia. Pese a la tenebrosa oscuridad y la fetidez, se arrodilló y asomó la cabeza por el hueco. Un zarpazo feroz le arrojó violentamente al interior. Los gritos de uno y otro se fundieron mientras los cuartos sonaban alegres en el carillón.
El monstruo, embadurnado en la sangre de Amable, ascendió muy despacio desde su reducido habitáculo. Cegado por la tenue claridad, recorrió reptando la pequeña tienda de antigüedades hasta encontrar de dónde procedía aquel sonido que tanto le reconfortaba. Pasó horas acurrucado y meciéndose junto al reloj, hasta que, sin más, dejó de escucharlo. El reloj se había parado. Desde que su otra cabeza callase para siempre, ese fue el único sonido que le acompañó. Se había convertido para él en su mundo, en lo único que conocía y le producía seguridad.
Sacudió bruscamente el reloj para hacerlo sonar y de un pequeño cajón salió disparada una minúscula llave. Observó todo con extrema atención durante largos minutos e insertó la llave en el único orificio que encontró. Nada. Afligido y asustado arrastró el reloj hasta la trastienda, lo introdujo en el cubículo y cerró con fuerza la trampilla. Allí, amparado en su cobijo, volvió a meter la llave en el agujero una y otra vez sin ningún resultado. Atormentado por el silencio y la soledad se abandonó, muriendo a los pocos días de una profunda tristeza.
A Inocente, que ese fue el nombre que su madre le puso al nacer, no se le ocurrió girar la llave y ya nunca llegará a saber lo cerca que estuvo de alcanzar la ansiada felicidad.